... nos gustaría decirte algo más. ¡Cada vez estás leyendo más Aleteia, y nos emociona ser parte de tu vida! Nuestro equipo continúa su misión todos los días, trabajando para alentar e inspirar la vida cristiana. Queremos que nuestros artículos sean accesibles a todos, que no cuesten nada - pero el periodismo de calidad tiene un coste... más de lo que la publicidad puede cubrir. Para continuar nuestros esfuerzos de alimentar e inspirar a nuestra familia católica, tu apoyo es de gran valor.
Encendida al comienzo de la Vigilia Pascual, el Cirio Pascual representa a Cristo, Luz del mundo, victorioso sobre la muerte por su Resurrección. Luego se consume durante todo el periodo de Pascua.
También se enciende durante los bautismos para recordarnos que los bautizados reciben su vida de Cristo resucitado.
Está también presente durante el funeral, para recordar el bautismo y simbolizar la vida eterna. Durante la liturgia de Pascua, se da un Cirio Pascual a cada comunidad.
Como familia también podéis preparar una vela y colocarla en vuestro rincón de oración.
Tal vez necesitéis el material para fabricar vuestro cirio. Podréis tal vez comprarlo en un supermercado o bien a través de Internet. Hazlo cuanto antes pues, con la crisis provocada por la pandemia de la COVID-19, los plazos de entrega pueden ser más largos de lo esperado.
No te olvides de encargar también velas blancas pequeñas para cada miembro de tu familia. Hay que tener mucho cuidado cuando llegue el paquete, hay que llevar guantes y, si es posible, esperar uno o dos días para abrirlo, siempre con los guantes puestos.
Se recomienda desinfectarlo después con lejía o alcohol y hacer lo mismo delicadamente con cada vela.
En el cirio pascual deben colocarse varios símbolos. En el centro está la cruz, por encima del alfa y por debajo del omega, lo que significa que Cristo es el principio y el fin de todas las cosas. Entre las ramas de la cruz, están inscritos los cuatro números del año.
Finalmente, las cinco heridas de Cristo están representadas por medio de granos de incienso plantados en la cera (que podéis tal vez sustituir por clavos de olor que seguramente tendréis en la despensa de especies de la cocina).
Además de estos símbolos, la vela también puede representar el cordero inmolado, el árbol de la vida, el fuego o las virtudes teologales, inspirándose en las iluminaciones u otros símbolos litúrgicos.
Puedes decorar tu Cirio Pascual con pintura acrílica. Primero hay que crear la decoración completa en papel. Esta ilustración de Carmen Álvarez puede servirte de modelo. En un cartón fino o en un papel, dibuja (o imprime) los símbolos y córtalos.
Aquí puedes descargarte un modelo:
Se coloca el adorno en la vela y se hace un ligero grabado con un alfiler o una aguja (esta técnica es utilizada por los iconógrafos para dibujar los motivos en su tablero).
Despúes toca pintar y colorear los símbolos de la vela con acrílico y dejarla secar.
Nadie duda que el coronavirus es un azote para nuestra gente, para la gente de todo el mundo, en este siglo XXI. Pero no hay que olvidar que toda crisis tiene sus oportunidades.
Vamos al hoy y cada uno se hace muchas preguntas. Hemos escogido unas cuantas en este breve artículo.
Son algunas preguntas –hay muchas más– no exentas de preocupaciones.
El papa Francisco ha dicho que hay gente, hoy, que empieza a pasar hambre. Son los olvidados. No solo los ancianos o personas solas, sino todos aquellos que no tienen ingresos por no poder trabajar por la calle o quienes no pueden trabajar a causa del confinamiento. Empiezan a pasar hambre y a racionar lo poco que tienen o les dan.
En Italia, y en algunas zonas de España, los supermercados han visto vaciar sus estanterías, como en tiempo de guerra. No tenían nada que vender, especialmente papel higiénico, pero también fruta y comida: toda clase de comida.
El alcalde de Milán, Giuseppe Sala, tuvo que intervenir y pedir a sus conciudadanos que “en lugar de pensar acaparar alimentos, gastemos nuestro tiempo en cuidar a los más débiles, a nuestros ancianos en particular que están en riesgo. Esto es lo que hace una sociedad sensible y madura”.
El 30 de marzo el número de infectados en el mundo alcanzaba rondando los 800.000 con 35.000 muertos. Los países más afectados son los Estados Unidos con 140.000 contagiados, Italia, con 100.000 y España con 80.000. En Europa parece que la curva se está en un punto de inflexión, pero no así en Estados Unidos.
Por su parte, la BBC, la emisora de Gran Bretaña, afirma que existe el temor de un colapso de los sistemas sanitarios en el mundo, y por vez primera el hombre descubre que lo más importante no es la economía, sino la salud.
La televisión británica reporta también unas declaraciones de Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva de la Comisión Económica para América Latina y El Caribe (Cepal) de las Naciones Unidas, en las que advierte un decrecimiento global del PIB en la región, un aumento del desempleo y donde millones de personas se sumen a los índices de pobreza.
La crisis es tan profunda, añade, que nos obligará a repensar la globalización y nuestro sistema económico.
Porque aquí estamos en una guerra, en una guerra contra un enemigo invisible y desconocido: el coronavirus. Y el ejército que libra esta guerra es el personal sanitario y voluntarios que luchan cada día y caen heridos (enfermos contagiados) o muertos: son las bajas del frente de esta guerra.
Ellos son nuestro “ejército” y su campo de batalla son los hospitales, los supermercados, las fuerzas del orden, el ejército… cuyos servicios recibimos cada día. Debemos aplaudirlos como aplaudían a los soldados victoriosos al final de la guerra y entonaba el pueblo con trompetas una Marcha Triunfal, como escribió Rubén Darío.
Hemos de alegrarnos porque tenemos un “ejército” con la moral muy alta, que asegura que la victoria final llegará. No se sabe cuándo, pero llegará. Es la guerra del siglo XXI, una guerra sin disparos, ni terrorismo, ni… Es una guerra contra un enemigo invisible, silencioso y desconocido, pero que sabemos que está ahí, recorriendo las calles vacías de las ciudades y los pueblos en busca de presas a las que atacar.
Todos dicen que el coronavirus nos ha hecho mejores a todos: mejores padres, mejores hijos, mejores esposos y esposas… ¿Será así también después del coronavirus?
Invitamos a todos a este minuto de silencio, proponiendo este emotivo video de una de las plazas más importantes de Roma, Piazza Navona, totalmente desierta y un joven italiano en el techo esperando el sonido de las campanas de la basílica de santa Águeda, para comenzar su versión rock muy emotiva de “La canción de Deborah” de Ennio Morricone de la película: “Érase una vez en América”
En recuerdo y homenaje de todos los que sufren y luchan por el Coronavirus
“Con esta situación creada por el coronavirus se agudiza la pobreza, no hay para comer”, explica el misionero Domingo García Hospital, sacerdote de la OCSHA, desde Perú. En Piura, donde él vive, la inmensa mayoría de la población sobrevive con el trabajo informal al día. En la parroquia tienen funcionando cinco comedores (ollas comunes), en las que se apoya con algunos alimentos a mujeres organizadas, que cocinan para todas las familias.
En Lurín, las Hermanitas de los Pobres acompaña a 35 ancianos pobres en un hogar de acogida. María Henar González es consciente de que son la población con más riesgo, están en aislamiento, siguiendo las instrucciones del gobierno.
“Vivimos de limosna, las hermanitas suelen salir a pedir. Ahora que no podemos salir confiamos plenamente en la Providencia de Dios que no nos falte nada para nuestros ancianos” explica la hermana.
En Brasil, en la diócesis de Bacabal, el sacerdote diocesano de Getafe, el padre Alberto Íñigo Ruano, a través de las redes sociales se une en oración con la gente de su parroquia con una hora de adoración al Santísimo, el Rosario y la Misa. “Cada semana salgo con la Custodia por las calles de la ciudad y por las comunidades – comenta -. Las familias que quieren recibir la bendición salen a la puerta con una vela en la mano. Es impresionante.”
En Chile hay otro sacerdote español, el padre Álvaro Chordi. Misionero de ADSIS en Santiago de Chile, lleva varios días impulsando una campaña desde la parroquia San Saturnino para ayudar a los inmigrantes y personas sin techo en estos momentos de emergencia. “Antes de empezar la cuarentena, repartimos lotes de comida para varios días. Además, la parroquia está abierta 4 horas al día para que los indigentes puedan pasar a los baños de la parroquia”.
En África, al norte de Chad, la tribu de los samburu conoce poco sobre el virus. Allí, el misionero de Yarumal de origen colombiano, Luis Carlos Fernández está visitando todas las comunidades para alertarles, y explicarles la importancia de lavarse las manos. “Las medidas contra el virus se están haciendo cada día más estrictas. Cerraron escuelas, y ahora cierran los mercados. El hambre, que es la que más mata gente en el mundo, será más mortal que el coronavirus”, explica.
En Camerún, el misionero javeriano, el navarro Ángel de la Victoria, escribe un blog con el día a día en la misión. Según cuenta, aunque las escuelas han cerrado, la gente sigue su vida con normalidad. Muchos de ellos porque ignoran o no se creen la gravedad del virus, pero otros tantos porque tienen que trabajar, como las miles de mujeres que temprano de madrugada hacen buñuelos que luego venden en las calles.
Desde Mozambique, el misionero somasco Carlos Moratilla, ha aplicado las medias preventivas en el hogar que dirige para niños de la calle, y se ha unido a la oración de toda la Iglesia: “Hemos hecho una procesión y un rosario con la Virgen de Fátima, y hemos rezado por todos los implicados y afectados por la enfermedad. Lo hemos hecho con separación de un metro como mínimo entre nosotros”.
Las OMP de España invitan a todos a vivir este tiempo en clave misionera ofreciendo en su sitio web puntos de oración, meditaciones, entretenimiento para niños y adultos.
A escasos meses del final de la II Guerra Mundial moría la joven judía Ana Frank (1929-1945). Durante dos años y medio había permanecido en un estrecho escondrijo para burlar la persecución a que fueran sometidos los judíos durante la II Guerra mundial.
Poco antes de abandonar su casa para ir al escondite, Ana recibe como regalo de su trece cumpleaños un cuaderno. Ahí empezará a escribir su célebre diario. Las primeras anotaciones nos muestran a Ana vista por Ana: una chica muy parlanchina, vivaracha, inquieta, simpática, popular entre sus amigos y profesores y que se siente querida (especialmente por su padre). Ese ambiente cordial ocupa poco espacio en el diario ya que muy pronto los acontecimientos se precipitan y toda la familia ha de esconderse.
Comienza así el periodo de reclusión en el escondrijo (Achterhuis o Anexo secreto, como lo denomina Ana) junto a su hermana, sus padres y hasta un total de ocho personas.
El diario está escrito con gran agilidad y en él se ve cómo se desarrollan los acontecimientos relativos a la guerra, algunos detalles de la vida cotidiana de los holandeses, las relaciones entre las personas que tienen que convivir pero también el proceso de maduración de Ana.
En el escondrijo hay un primer problema: qué hacer con el tiempo. Ahí vemos una serie de estrategias interesantes: establecer un horario, no descuidar el ejercicio físico, elaborar un árbol genealógico (“Papá y yo hemos hallado un modo de entretenernos. Me ayuda a establecer mi árbol genealógico paterno. Sobre cada miembro de la familia me cuenta una breve historia, y eso me hace sentir a mi ancestro”), disfrazarse, entretenerse con juegos de mesa, oír música y ¡escribir un diario!
La redacción del diario obliga a reposar, repensar, remansar la vida. Esa reflexión se traduce en una ocupación fructífera inmediatamente visible (“Ya me he desahogado bastante. Al escribir estas líneas he resucitado un tanto”) y una maduración gradual perceptible con el tiempo.
No es imposible que la vida ordinaria, con sus ajetreos, sus idas y venidas, haya servido de excusa para no cuidar la familia y la propia interioridad: no había tiempo para eso. Si ha sido así, el verse obligado a eliminar la actividad exterior nos puede dejar bruscamente ante el vacío de nuestra vida. Ahora se puede descubrir que la familia es un infierno o que nuestra interioridad está débil. Y eso sí es una crisis, una dura prueba.
Para superarla con éxito, primero hay que profundizar en ella o, dicho de otro modo, las cosas tienen que ponerse mal. Ana da cuenta de que, en el “opresivo enclaustramiento” en el que se encuentran, se oyen “palabras ofensivas proferidas constantemente […], que están ahora a la orden del día” no sólo entre los adultos y los niños (que también) sino entre los adultos entre sí.
“Las disputas hacen retumbar toda la casa. Mamá contra mí, los Van Daan contra papá, la señora contra mamá. Todo el mundo está encolerizado”. Ese tiempo de confinamiento es, por lo dicho, tiempo de que afloren relaciones tóxicas mantenidas en letargo por la actividad exterior. Sólo cuando dan la cara, hacen pasar un mal rato, se hacen visibles y, por eso mismo, se las puede mirar de frente y trabajar para sanarlas. En términos de Ana: “estoy segura de una cosa: peleándose abiertamente una buena vez es como se aprende a conocerse a fondo”.
El diario contiene páginas divertidas y también tristes, relata hermosamente asuntos como la actitud de Ana ante sus primeras menstruaciones, cómo percibe entonces su propio cuerpo, la sexualidad, la adolescencia en esas difíciles circunstancias, la necesidad de ternura, la amistad o el noviazgo y tantas otras.
Quisiera fijarme en evolución de Ana que se traduce en cómo valora el mundo y su actitud ante él.
Al principio del diario hay fastidio, aburrimiento; frivolidad, en suma. Es una niña consentida que de pronto se ve obligada a llevar una vida de enclaustramiento y privación de comodidades.
Pero está a salvo. Sabe qué ocurre fuera. Sabe qué pasa con muchos judíos (algunos conocidos y amigos suyos) que han sido trasladados a campos de concentración, gaseados, etc.
Ana se hace consciente de que su vida antes del anexo era la de una “una coqueta incorregible y también divertida” pero tuvo “la suerte de ser arrojada bruscamente a la realidad”. Ana entiende su encierro como ocasión para encontrarse con la realidad; en primer lugar con lo que ella es realmente pero también con la realidad de los demás y del mundo en general. “A Ana, la escolar de entonces, la veo ahora como una chiquilla encantadora, pero muy superficial, que no tiene nada en común conmigo […], al volverme más seria, me sentía consciente de un deseo sin límites por todo lo que es belleza y bondad”. La maduración personal le ha llevado a admirar lo que es bueno, amable y hermoso, a ensanchar la dimensión de sus deseos, a anhelar a Dios.
En un momento dado se da cuenta de que esa actitud alegre y agradecida no coincide con la de quienes aconsejan: “¡Pensemos en las desgracias del mundo, y alegrémonos de estar al abrigo!”. Porque, aunque intenta pasar como positivo y puede ayudar a superar la crisis, este planteamiento sólo puede aliviar si hay alguien que lo pasa peor que nosotros. Se trata de la invitación a soportar con entereza las penalidades y, en ese sentido, guarda una semejanza con el estoico sustine et abstine (soporta y renuncia) y comparte la dignidad de esa actitud.
No obstante, Ana piensa que soportar es una actitud valiente y honorable pero no es la actitud correcta si se mira la auténtica realidad. El talante adecuado es el entusiasmo: hay que “reencontrar la dicha en ti misma y en Dios. Piensa en la belleza que se encuentra todavía en ti y a tu alrededor. ¡Sé dichosa!”.
En definitiva, la visión y el anhelo de lo mejor, lo bueno, lo hermoso es lo que nos hará dichosos. Y entonces podremos ser apoyo para los demás ya que “aquel que es feliz puede hacer dichosos a los demás. Quien no pierda el valor ni la confianza, jamás perecerá en la calamidad”.
Me han quitado los abrazos y los besos. Los encuentros y las risas. Me han hecho evitar el contacto físico, el roce, la ternura, el cariño.
Me han quitado las reuniones, las confesiones y las misas. Los paseos por el parque y los cines. El café en el bar, las compras, el deporte.
Me han quitado muchas cosas y lo entiendo, me he detenido.
Hay un bien mayor que esa felicidad vana que busco con ahínco haciendo cosas. Esa felicidad de estar yo bien, sin problemas, de prosperar adecuadamente en la vida. Ese afán mío por tener, por hacer, por lograr. Ese sueño tan humano, tan de carne, tan de tierra.
Me lo han quitado todo de un plumazo. Y me han llevado a cuidarme para cuidar a otros. Y yo sonrío. Porque si algo no pueden quitarme es la alegría ni tampoco la esperanza.
No pueden lograr que viva sin un sentido. No pueden, atándome a mi casa, a las patas de mi cama, matar mi sonrisa, silenciar mi canto, opacar mi luz.
No puede este virus detener la primavera, apagar la voz de mil cantos, evitar mis aplausos para esos que dan su vida por salvar mil vidas.
No pueden agotar mi creatividad en ese afán mío por ocupar mis horas, mi tiempo, mi vida. No puede la enfermedad cerrar mis ojos, oscurecer mi ánimo.
Me haré contador de historias. Soñador de mil sueños. Reiré con mis chistes, con los de otros. Lucharé, resistiré, venceré. No solo yo, sino todos.
No caerá sobre mí nunca el desánimo ni la pena. No dejaré de gritar que hay vida más allá de los hospitales. Que hay sueños resistentes a las derrotas.
No dejaré de soñar con las alturas, encendiendo el mundo con un fuego nuevo. Respiraré muy hondo queriendo que no se apaguen los pulmones.
Alentaré a las plantas para que den sus flores. Inventaré melodías entre bosques de luces. Amaneceré feliz cada mañana. Y volveré a abrazar, a sentir la vida que florece.
No me quitarán la sonrisa de mis labios. Y sentiré que la vida ha crecido con fuerza en mi interior. La soledad me habrá dado hondura. Las privaciones, libertad interior ante la vida.
El dolor físico y espiritual me habrán unido más a la cruz de Cristo. Me sentiré más libre, más pleno. Esa distancia infinita entre cada uno se acortará de nuevo. No estará mal dar la mano, un beso, un abrazo. No me sentiré extraño en las distancias cortas.
Pero quizás habré aprendido algo nuevo. Me habré acostumbrado a estar conmigo mismo. Sin distracciones, sin miedos ni agobios. La soledad no es mala compañera, aunque sea impuesta.
Ya no contagiaré, ya no me contagiarán. Esos anhelos llenan hoy mi alma al vivir el presente. Cada hora pasa a su ritmo. No corre el tiempo, no se escapa.
Es como un desgranar los misterios del rosario, cada ave María, muy lentamente. No tendré la agenda llena. Quizás sí de encuentros virtuales programados. Pero poco más.
El mundo se detiene. Y no logran quitarme la sonrisa. Algunos querrán sacar ventaja de todo esto. Otros pensarán que alguien tiene la culpa.
Aparecerán los que no esbocen sonrisas. Y los que quieran aumentar el odio y la rabia.
Y habrá otros, hombres de bien, con bondad en el alma, que vivan salvando vidas, entregando la propia. Dando su tiempo, invirtiendo sus horas. Por salvar más vidas por encima de la muerte.
Y muchos rezarán en lo escondido. Y habrá solidaridad donde antes había egoísmo. Y se harán servicios gratis que antes se cobraban.
La primavera irá venciendo el frío. Lo hará sin percatarse del mal que aqueja al mundo. Seguirá su curso desde la semilla muerta y enterrada. Con el sol que irá tomándole horas a la noche.
Y sentiré que soy más viejo, o quizás más joven. Pero más sabio al fin si he sabido enfrentar mis horas y mis miedos. Si he vivido con conciencia nueva. Si me he dejado modelar por el Dios de mi camino.
Oculto entre mis cuatro paredes, atado como yo a las patas de mi cama. Clavado a mi propio madero desde el que observo la vida sin poder andar entre la gente, entre los bosques.
Recluido en un aparente mal sueño que es esta vida misma que Dios me ha dado. Esta vida y no otra.
Y ese Dios al que increpo, o suplico pidiéndole aire, esperanza, y luz. Ese mismo Dios es el que dibuja con gesto pícaro una sonrisa en mi rostro.
Para que dé esperanza a otros y siembre luz en esta noche. Y sea yo uno de esos brotes verdes que entre las arenas del desierto parece desafiar a la muerte. Porque el bien siempre vence al mal. Y la generosidad es más fuerte que cualquier egoísmo.
En confinamiento, el tiempo puede parecer que pasa muy lentamente tanto para niños como para adultos. Y entonces es cuando pueden surgir los conflictos que todos tememos. ¿Cómo vivir juntos sin terminar echando las manos al cuello del otro? ¿Cómo preservar cierta serenidad familiar?
Marie-Paule Mordefroid, psicóloga, formadora de adultos en el ámbito del desarrollo personal, nos tranquiliza: los conflictos son normales. Depende de nosotros gestionarlos lo mejor posible, con empatía y con firmeza.
¿La armonía familiar es una utopía?
Podría parecer que es un sueño con el que huir de la realidad. Pero la armonía no requiere desentenderse de los conflictos, sino que pasa por la aceptación de las discrepancias y la edificación. La vida familiar engendra confrontación sin cesar. Las discrepancias surgen en primer lugar no a causa de cualquier incompetencia parental, sino por la naturaleza de esta relación, que conlleva una parte conflictiva.
La relación asimétrica entre padres e hijos no es una relación de igualdad: los padres tienen una misión de educadores y los hijos deben construir su identidad propia.
Cuando los padres temen la confrontación, no asumen sus responsabilidades. Vivimos en una sociedad que valora el vínculo afectivo hasta el punto de que los adultos temen perder el amor de sus hijos y sufrir. Por ende, los padres tratan de limar las asperezas sin cesar.
Para poder abordar las confrontaciones, hay que desprenderse de las malas representaciones que tenemos de ellas, a menudo ligadas a la violencia resultante de una gestión torpe del conflicto.
Según usted, ¿el conflicto sería entonces no solo inevitable, sino necesario?
Es del todo necesario. Y aunque lo afirme, nunca me ha gustado el conflicto. Ahí donde hay vida, encontramos conflictos. Permiten expresar el desacuerdo, la cólera y reivindicar las reglas. Son útiles para sanear nuestras relaciones familiares, aprender a comunicarnos mejor, favorecer el crecimiento de nuestros hijos y el nuestro propio.
Me viene a la mente Quentin, de cuatro años, que montaba unas escenas tremendas al acostarse. Su madre comprendió que estaban relacionadas con la ausencia durante varios meses de su padre militar. El hecho de hablar de estas ausencias con el niño logró neutralizar su inquietud y volvió a poder acostarse tranquilamente.
Aprendemos mucho a través de las crisis de crecimiento, con la condición de que intentemos vivirlas lo mejor posible. No existe conflicto bueno o malo, sino que es la manera en que lo gestionamos lo que lo convierte en destructivo o constructivo. La capacidad para vivir estos desacuerdos es una señal de relaciones sanas.
¿Nuestra respuesta a los conflictos depende de nuestra historia y de nuestro carácter?
Ante los conflictos, distingo varias reacciones:
Todos tenemos una manera espontánea de gestionar el enfrentamiento que revela nuestra identidad y nuestro pasado. No es cuestión de culpar a los padres. Los hermanos y hermanas de una misma familia reaccionan de formas distintas, ¿no? Cada uno tiene su libertad; aunque sean pequeñas, todos tomamos elecciones.
¿Podemos cambiar nuestra forma de reaccionar para vivir mejor los conflictos?
Es difícil cambiar la personalidad de uno, pero podemos aprender a alisar las rugosidades para hacer sufrir menos a nuestros allegados y a nosotros mismos.
Primero, hay que escuchar las observaciones de los demás, empezando por las del cónyuge, y así conseguiremos pistas.
También es beneficioso darse cuenta de que, ante la adversidad, activamos el piloto automático como si estuviéramos programados.
Por último, en el momento del nacimiento del conflicto, debemos observar nuestros pensamientos, nuestras emociones, percatarnos de cómo estos estados deforman la realidad.
Poco a poco, los padres que se replantean sus ideas relativizan ciertos principios educativos que antes parecían absolutos. Desarrollan unas cualidades que habían dejado de lado. Por ejemplo: una persona muy comunicativa, muy brillante, pero que no sabe escuchar en absoluto, va a intentar desarrollar esa capacidad de atención a los demás.
Otra posibilidad: si una persona está acostumbrada a huir de las disputas, puede aprender a abordarlas poco a poco, comenzando por las cuestiones menos importantes en su vida conyugal o profesional. Es esencial comprender esto: si llegamos a considerar el conflicto como una etapa necesaria y no violenta, modificará nuestra forma de vivir.
En la medida en que aceptemos evolucionar, nuestros hijos aprenderán a gestionar las diferencias. Si huimos o si impedimos a nuestros hijos expresar su desacuerdo, no sabrán comprender las múltiples confrontaciones que escalonarán su vida.
¿Cómo se enseña a los niños a afrontar los conflictos?
Atreviéndonos a aceptar, como padres, el cara a cara con nuestros hijos, admitiendo ser el muro, el parachoques, contra el que ellos quieren chocarse. Un adolescente es como una persona que sube a una barca para abandonar el continente de la infancia. Para alejarse de la costa, tiene que dar un golpe de remo en la orilla. Si los padres son una orilla de granito, los niños pueden partir. Si son una orilla cenagosa inconsistente, se quedan atrapados. Al enfrentarnos a ellos, aprenden a través del conflicto.
¿Cómo concretamente evoluciona la relación padres e hijos en esos momentos de tensión?
En esta delicada relación, los padres se enfrentan constantemente a una gran disyuntiva entre paradojas: conjugar afecto y autoridad, afirmación de uno mismo y escucha del otro, seguridad y asunción de riesgos.
En la familia, ¿no nos corresponde a nosotros marcar el tono? Nuestro comportamiento influye. Siempre es revelador ver a una niña de tres años llorando por su muñeca imitando las expresiones de su madre. Respetar a los niños ya es un antídoto contra la violencia.
Detectemos nuestras salidas de tono, tanto hacia los hijos como hacia nuestro cónyuge. Por último, un cónyuge se interesará por evitar criticar al otro cónyuge en público. Todo ello con vistas a una buena construcción del hijo o hija.
¿Qué es lo esencial para permitir que un hijo se desarrolle?
El trabajo de la educación, sencillamente. Comprender que amar no es únicamente experimentar emociones y sentimientos, sino querer el bien. Eso implica establecer límites, hacerse respetar, ejercer una autoridad justa, viviéndolo todo en una relación triangular: padres/hijos/ley.
El adulto no fundamenta su autoridad en su fuerza, sino en su estatus de padre o madre que le marca la necesidad de indicar las reglas de la familia y de la sociedad.
Aquí entra el tercer término de la relación. Si Pablo no quiere ponerse el casco de la moto y su padre le recuerda la ley, no se trata de un conflicto de personas debido a la única voluntad de los padres, sino una transgresión en relación a un principio externo. Si no está de acuerdo, no es contra la persona de su padre, sino contra la regla, con el riesgo de exponerse a las sanciones previstas. Salimos de la relación de fuerza y el joven es conducido así a saber responsabilizarse.
Ayudemos a nuestros hijos a iniciarse progresivamente a las realidades del mundo, confiando en ellos, ejerciendo un control que permita extender esta confianza o bien revisarla a la baja si es traicionada.
¿Cómo evitar que el adolescente transgreda las reglas familiares?
Para saber cómo actuar, los padres tienen que comprender el gran desafío de esta edad: pasar de la condición de niño a la condición de adulto. El joven debe descubrir aquello que es bueno en la ley parental para apropiarse de ella y dejar de actuar por pura obediencia o por miedo.
Inés ha adquirido el hábito de hacer una merienda-cena a las 18 horas para luego estudiar toda la tarde hasta acostarse. Su padre no aprueba su ausencia durante la cena. Después de una explicación, han alcanzado una solución satisfactoria que contenta a ambas partes. Es importante tener parte de la aprobación del adolescente: en esta franja de edad ya no es momento de sumisión, sino de interiorización.
Eso no se consigue fácilmente y a menudo suceden la oposición y la transgresión. Los padres no respetan siempre las etapas que pueden preceder a la desobediencia: primero, el joven tiene necesidad de discutir para comprender sus razones; hay que reconocerle el derecho a no estar de acuerdo a la fuerza y permitirle explicarse. “¿Por qué no estás de acuerdo conmigo?”. Cuando le respetamos este derecho, por lo general deja de experimentar la necesidad de la transgresión. Hoy en día, los padres dicen que discuten con sus hijos, cuando de hecho negocian, sobre todo, en una forma de chantaje –“Si haces esto, tendrás aquello” –, en lugar de ahondar en los argumentos de fondo.
Cuando la situación se bloquea, ¿el distanciamiento puede ser una etapa?
En ese caso, es preferible buscar ayuda, más que agotarse queriendo gestionarlo todo uno mismo. La ayuda puede venir del cónyuge o de alguna persona del entorno, familiar, profesional o educador. A veces, la solución está en nosotros, basta con que uno de los padres ayude a desbloquear la situación. Si uno de los padres acepta reevaluar la situación y sus ideas, eso crea un espacio y así puede evolucionar una relación difícil con un hijo.
Si un niño nunca entra en conflictos, ¿no es algo preocupante?
En las familias en las que no hay derecho al conflicto, la sumisión puede ser un refugio. Sea cual sea el origen, es una situación muy delicada, porque quien huye del conflicto lo hace para su propio detrimento, no se respeta. Aplasta y reprime sus desacuerdos por miedo o para complacer.
En un conflicto, las opiniones de los padres a menudo divergen. ¿Cómo se reacciona a esto?
El joven necesita sentir la solidaridad conyugal, aunque no se deje engañar ante la diferencia de puntos de vista. Cuando uno de los cónyuges no está de acuerdo con el otro, conviene callarse delante del niño para evitarle tener que tomar parte.
El adolescente sí puede entender que sus padres no estén de acuerdo, con la condición de que se sienta reafirmado en el amor de sus padres: “No comparto del todo la opinión de tu padre, pero le apoyo”.
Eso es lo que hace que el vínculo entre el amor y la verdad madure. Podrá entender que oponerse a los padres en una discusión no le quita el amor que sus padres le tienen. Esto es importante hoy en día, cuando hay tendencia a confundir la opinión y la persona, privilegiando el vínculo afectivo: “Le quiero, así que estoy de acuerdo con él”.
Florence Brière-Loth
Recuerdo cuando temprano me dijiste: “Vamos a saludar al sol”, y renuente te acompañé al jardín donde cerraste los ojos aspirando la brisa mañanera, mientras que yo ensimismado, comenzaba a pensar en mi apretada agenda del día.
Junto a mí, padecías cierta forma de soledad, y lo sobrellevabas.
Cuan orgulloso estaba de que fueses una brillante abogada que caminaba por su propia senda del éxito, así que, cuando me dijiste que reducirías tu actividad profesional para tener más tiempo para mí, para tener y educar a nuestros hijos, mi disgusto fue mayúsculo.
Esperaba que, en los comienzos de nuestro matrimonio, te concentraras únicamente en en “encumbrarnos”, y habías ya tomado otra decisión. Me sentí frustrado, pues desaceleraste el paso diciéndome que solo se vive una vez, y querías ser verdaderamente feliz.
Por supuesto que tu idea de la felicidad se apartaba de la mía, en la que ser feliz era igual a tener más medios materiales. No comprendí entonces que tu decisión era la mejor expresión de tu libertad y de tu amor.
Sin embargo, comencé a admirar tu serena diligencia al dejar los “importantes” asuntos de tu oficina, para ocuparte de que nuestro bien amueblado y frío piso comenzara verdaderamente a tener calor de hogar.
Muy pronto en el forzoso confinamiento por la pandemia, comencé a desesperar, mientras que tú, en tu intimidad y en tu conciencia, has seguido inconmovible en tu capacidad de amar, por lo que sufres calladamente mientras haces llamadas interesándote por los demás, consolando, acompañando.
Y permaneces cerca de mí.
Eso habría bastado para que en mi corazón sintiera un profundo agradecimiento por tu amor y por tu compasión, pero me he acostumbrado solo a recibir y nadie da lo que no tiene.
Pasa que, cuando el trabajo ocupa todo mi tiempo, no me percato, ni siento una sensación de vacío; pero ahora que tengo más tiempo libre por dejar de ocuparme en lo que hago, me percato que no sé pensar en quien lo hace y descubro que pretendía dar sentido a mi vida al trabajar mucho para ganar más.
Cuan sola te dejaba los largos fines de semana cuando, frustrada mi voluntad de trabajar, se ponía entonces a disposición del placer y me iba al bar o a otras diversiones con mis amigos, para aturdirme un poco, por decir lo menos. Luego, el lunes volvía a mi ritmo de esfuerzo por conseguir más éxito, más dinero.
Ahora, la realidad es que la pandemia no hace distingos entre ricos y pobres, entre sabios e ignorantes, entre virtuosos y miserables… Y ante eso, me he sentido desarmado.
Preocupado por mi empresa y un difícil futuro económico, a altas horas de la noche no pude más y te desperté para desahogar mis temores. Me escuchaste en silencio, y cuando esperaba de tu brillante inteligencia consoladores razonamientos acerca de las posibilidades del mercado pasada la crisis; de recursos jurídicos para manejo de deudas; de la importancia de innovar, etcétera, etcétera, solo me tomaste de la mano y me sacaste al balcón señalando el estrellado firmamento, mientras te acurrucabas junto a mí.
Y estuvimos ahí, sin movernos en el silencio de la noche, dejando que fluyera en nosotros el titilar de los astros desde el fondo del cielo. Una inmensidad en la que humanamente se percibe la existencia como la más insignificante mota de polvo… mas no es así.
Hacía mucho que no veía las estrellas, como tampoco escuchaba la voz de Dios.
Una voz que comenzó a hablarme de sueños de infinito, de nostalgia de pureza, de un amor absoluto, de algo pleno, total, por lo que únicamente vale la pena vivir. Una voz que ya no quiero dejar de escuchar.
Y comprendí que mi verdadero confinamiento era mi egoísmo, que pensando solo en lo que serán mis pérdidas económicas, no me he condolido ni planteado qué hacer por los vecinos, los ancianos que viven solos, los que carecen de recursos y por tanto que viven unidos y luchando en la tragedia.
Una voz que me saco de un ensimismamiento que me aislaba de los demás cuando más se necesita vivir la fraternidad. Y comencé a ser verdaderamente libre dentro de cuatro paredes. Y a tener paz.
La pandemia indudablemente me quitará cosas y en cierto modo afectará “sueños”, pero en los de Dios, volveré al amor de mi esposa, a decidirme por los hijos, a sentirme a unido con el prójimo y a procurar el bien social antes que las utilidades de una empresa.
En realidad, voy a perder poco y a ganar mucho.
Consúltanos en: consultorio@aleteia.org
“Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor”, dijo el Papa al iniciar la misa este martes, 31 de marzo de 2020, de la quinta semana de Cuaresma.
Al introducir la celebración, Francisco pensó en las personas que no tienen una casa: “Oremos hoy por las personas sin techo, en este momento en que se nos pide que estemos en casa. Para que la sociedad de hombres y mujeres pueda tomar conciencia de esta realidad y ayudar, y para que la Iglesia los acoja”.
Las personas sin hogar se concentran en las grandes ciudades italianas. En Roma vive el 15% de los habitantes de calle, en la diócesis del Papa hay alrededor de 8.000 personas sin techo, y casi 50.000 en la nación con el mayor foco de contagio en Europa.
Durante esta pandemia, los centros de acogida en Roma son un oasis de caridad y misericordia con el reparto de alimentos y de ropa. La comunidad de San Egidio, Caritas y otras obras de la Iglesia siguen al lado de los más pobres.
En el Vaticano, el Papa ha hecho instalar duchas, la barbería, peluquería, ambulatorios médicos y, recientemente, una casa de paso de frente a Plaza San Pedro, Palazzo Migliori y hasta una lavandería abierta en el centro de Roma.
En su homilía, comentó las lecturas de hoy del Libro de los Números (Nm 21:4-9) y del Evangelio de Juan (Jn 8:21-30), donde se recuerda que Jesús vino para salvarnos y para tomar nuestros pecados sobre sí mismo: en la cruz no finge sufrir y morir. Contemplemos a Jesús en la cruz y demos gracias.
“La serpiente no es ciertamente un animal agradable: siempre se asocia con el mal. Incluso en la revelación, la serpiente es el animal que usa al diablo para inducir al pecado.
En el Apocalipsis se llama al diablo la antigua serpiente, la que desde el principio muerde, envenena, destruye, mata. Por eso no puede salir. Si quieres salir como alguien que propone cosas bellas, estas son fantasía: las creemos y así pecamos.
Esto es lo que le pasó al pueblo de Israel: no pudieron soportar el viaje. Estaban cansados. Y el pueblo se alzó contra Dios y contra Moisés.
Siempre es la misma música, ¿no? “¿Por qué nos hicieron salir de Egipto para hacernos morir en el desierto? ¡Aquí no hay pan ni agua, y ya estamos hartos de esta comida miserable, el maná!”.
Y la imaginación -lo hemos leído en los últimos días- siempre va a Egipto: “Pero, allí estábamos bien, comíamos bien …”. Y también, parece que el Señor no podía soportar a la gente en este momento.
Se enfadó: la ira de Dios se ve a veces… Y ‘entonces el Señor envió contra el pueblo unas serpientes abrasadoras, que mordieron a la gente, y así murieron muchos israelitas’.
En ese momento, la serpiente es siempre la imagen del mal: la gente ve en la serpiente el pecado, ve en la serpiente lo que ha hecho el mal.
El pueblo acudió a Moisés y le dijo: ‘Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti. Intercede delante del Señor, para que aleje de nosotros esas serpientes’. Se arrepiente. Esta es la historia en el desierto.
Moisés intercedió por el pueblo, y el Señor le dijo: ‘Fabrica una serpiente abrasadora y colócala sobre un asta de metal. Y todo el que haya sido mordido, al mirarla, quedará curado’.
Me hace pensar: “¿No es esto idolatría? Ahí está la serpiente, ahí, un ídolo, que me da salud… No se entiende. Lógicamente, no se entiende, porque esto es una profecía, es un anuncio de lo que va a pasar.
Porque también hemos escuchado como una profecía cercana, en el Evangelio:“Cuando ustedes hayan levantado en alto al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy y que no hago nada por mí mismo”.
Jesús puesto en la Cruz. Moisés hace una serpiente y la levanta. Jesús será levantado, como la serpiente, para dar la salvación. Pero el núcleo de la profecía es precisamente que Jesús se hizo pecado por nosotros.
Jesús no pecó, se hizo pecado. Como dice san Pedro en su carta: “Trajo nuestros pecados sobre sí mismo. Y cuando miramos al crucificado, pensamos en el Señor que sufre: todo eso es verdad. Pero nos detenemos antes de llegar al centro de esa verdad: en este momento, tú pareces el mayor pecador, te hiciste pecado”.
Jesús -insistió el Papa- “ha tomado sobre sí mismo todos nuestros pecados, se ha aniquilado a sí mismo hasta ahora. La cruz, es verdad, es un tormento, está la venganza de los doctores de la Ley, de los que no querían a Jesús: todo esto es verdad.
“Pero la verdad que viene de Dios es que Él vino al mundo para tomar nuestros pecados sobre sí mismo hasta el punto de convertirse en pecado. Todo pecado.
Nuestros pecados están ahí. Debemos acostumbrarnos a mirar al hombre crucificado en esta luz, que es la más verdadera, la luz de la redención.
En Jesús hecho pecado vemos la derrota total de Cristo. No finge morir, no finge sufrir, solo, abandonado… “Padre, ¿por qué me has abandonado?”. Una serpiente: Me levantan como una serpiente, como aquella que es todo pecado.
No es fácil entender esto, y si pensamos, nunca llegaremos a una conclusión. Sólo contempla, reza y da gracias“.
Francisco terminó la celebración con la adoración y la bendición eucarística, invitando a hacer la comunión espiritual. A continuación, la oración recitada por el Papa para ello:
“Creo Jesús mío que éstas realmente presente en el Santísimo Sacramento del altar. Te amo sobre todas las cosas y deseo ardientemente recibirte dentro de mi alma; pero, no pudiendo hacerlo ahora sacramentalmente, ven al menos espiritualmente a mi corazón. Y como si te hubiese recibido, me abrazo y me uno todo a Ti; Oh Señor, no permitas que me separe de Ti.”.
Antes de salir de la capilla dedicada al Espíritu Santo, se cantó la antigua antífona mariana Ave Regina Caelorum (“Ave Reina del Cielo”):
“Salve, Reina de los cielos, y Señora de los ángeles; salve, raíz; salve, puerta que dio paso a nuestra luz. Alégrate, virgen gloriosa, entre todas la más bella; salve, oh hermosa doncella, ruega a Cristo por nosotros”.
“Querida mamá, te extraño muchísimo, extraño tus abrazos, tus besos…”, así empieza la carta que Irene, una niña de 11 años le escribió a su mamá enfermera en el Hospital de Senigallia (viveresenigallia.it). ¡Qué sacrificio antinatural cuando padres e hijos, especialmente si son pequeños, no se pueden abrazar, ni besarse, ni acariciarse!
Esta crisis que provocado también que muchos médicos, enfermeras y personal sanitaria se autoimpongan el aislamiento de sus propias familias. Ellos trabajan en los hospitales donde se lucha contra el coronavirus, vuelven a casa agotados tras turnos de trabajo larguísimos pero, como temen contagiar a sus familias, deciden llevar una especie de aislamiento en sus propios domicilios. A veces, deciden incluso no volver a casa estos días.
Este es otro sacrificio de aquellos que cuidan a los pacientes que padecen COVID-19, una enfermedad que ha paralizado el mundo. Esto también puede ocurrir entre aquellos que forman parte de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado o entre el personal de los supermercados donde todos estamos obligados a ir para satisfacer nuestras necesidades alimentarias.
Mira el texto de la carta escrita por la niña de Senigallia a su mamá enfermera:
Querida mamá,
Te extraño muchísimo, extraño tus abrazos, tus besos, de hecho todas las cosas que no se pueden tener estando lejos. ¡Todos tus mimos! Y también estar cerca de ti y sentirme protegida, dormirme sabiendo que estás junto a mí. No pienses que me siento mejor que Emma, al menos su mamá no está fuera por la noche. Estas noches me siento lejos de ti, porque cuando me despierto por la mañana no puedo llenarte de besos. Las tardes en las que estás en casa no puedo acercarme, solo estar en otras habitaciones como si no estuvieras. Por culpa de este coronavirus el mundo está sufriendo y tú con tus colegas, ¡demasiado! Pero a pesar de eso eres una guerrera, eres fuerte y valiente. Cuando esto termine te llenaré de besos. Te quiero al infinito. Tu pequeña Irene M.
P.D. Recuerda que esta situación no es culpa tuya. Tú eres una heroína (Ibidem)
Esta carta muestra qué supone para una niña vivir separada de su madre, su enorme necesidad de estar contacto en contacto con su madre con quien empatiza y comparte sus emociones. Una niña que intenta aliviar a su madre en su comprensible sentimiento de culpa. Ahora le tocará a su mamá responder a la carta de su hija, y aunque no podremos conocer su contenido, estamos seguros que mostrará todo su orgullo por esta hija que está madurando rápidamente “gracias” a este maldito virus.
Se conocen una gran variedad de nombres para identificar a una de las figuras históricas más interesantes de la historia de la medicina. Isabel Zendal Gómez es uno de ellos. Igual que su nombre, su identidad y su vida se pierden en una nebulosa de frustrante falta de datos.
Pero lo más importante de ella, su excepcional participación en una de las misiones médicas más importantes de la historia, queda fuera de toda duda.
Isabel Zendal fue una pieza clave en un proyecto médico de dimensiones mundiales que ayudó a paliar los efectos de la viruela, una enfermedad que en el siglo XIX se llevaba por delante a miles de vidas.
Conocida popularmente como la “dama de la vacuna”, Isabel Zendal nació en una fecha indeterminada del año 1773 en la localidad coruñesa de Ordes. Hija de una familia muy humilde, existen escasos datos sobre una infanta a buen seguro sencilla, a la que siguió una vida como sirvienta.
En la primavera de 1800 la encontramos ostentando el cargo de Rectora de la Casa de Expósitos de A Coruña, donde vivía junto a su hijo Benito.
A sus casi treinta años, Isabel debió tener una buena experiencia en el centro pues tras su nombramiento como rectora introdujo cambios importantes en las instalaciones para mejorar su salubridad.
La labor de Isabel en la Casa de Expósitos debió ser muy importante. No solo ayudó a que los huérfanos vivieran en condiciones adecuadas sino que sus mejoras pudieron ser la llave de su futuro en la empresa médica de ultramar que estaba a punto de emprenderse.
Mientras Isabel Zendal se encontraba volcada en cuidar de los pequeños en A Coruña, en Madrid se organizaba un proyecto médico que recibiría el nombre de Real Expedición Filantrópica de la Vacuna. En aquella época, se había difundido por España la labor del doctor británico Edward Jenner, quien había descubierto una vacuna contra la viruela.
Fue entonces cuando Carlos IV apoyó el que fue, en palabras de María Asunción Gómez Vicente en Mujeres emprendedoras entre los siglos XVI y XIX, un “proyecto ambicioso y complejo acorde con la ideología ilustrada”.
Dicho proyecto fue liderado por el doctor Francisco Xavier de Balmis quien diseñó un ingenioso sistema para mantener la vacuna en buenas condiciones durante la larga travesía a ultramar. La idea de Balmis consistía en inocular el virus a niños pequeños de manera progresiva.
Cuando la expedición llegó a A Coruña, Balmis se puso en contacto con Isabel Zendal cuya reputación como rectora de la Casa de Expósitos era por todos conocida y le propuso participar en la empresa para hacerse cargo del cuidado de los pequeños.
El 30 de noviembre de 1803, el doctor Balmis, su equipo e Isabel Zendal, en calidad de enfermera y acompañada de su propio hijo como uno de los pequeños participantes en la expedición, pusieron rumbo al otro lado del Atlántico en la corbeta María Pita.
La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna viajó durante siete años por distintos países de Latinoamérica y llegó hasta Filipinas y China vacunando de manera gratuita a miles de personas.
El doctor Balmis alabó sinceramente la labor de la única mujer que participó en dicha expedición, recondándola como la “rectora que con excesivo trabajo y rigor de los diferentes climas que hemos recorrido, perdió enteramente su salud, infatigable día y noche ha derramado todas las ternuras de la más sensible madre sobre los 26 angelitos que tiene a su cuidado […] y los ha asistido enteramente en sus continuas enfermedades”.
Es muy probable que Isabel nunca regresara a España y que pasara el resto de su vida en Puebla, México. Durante mucho tiempo, su nombre permaneció en el silencio o, como afirma Gómez Vicente, fue “una mujer que nunca pasó a los libros de historia, pero cuya labor abnegada y silenciosa fue clave para que esa pionera gesta de inmunización pudiera llevarse a cabo con éxito”.
En 1950, la Organización Mundial de la Salud reconoció a Isabel Zendal como la “primera enfermera de la historia en misión internacional”.
Millones de niños en todo el mundo han visto interrumpida su educación por culpa de la pandemia de la Covid-19. Como maestros y padres no queremos que se atrasen y puedan estar al día con las actividades desde casa, pero es una tarea que no resulta siempre fácil.
Si los adultos nos sentimos abrumados, es comprensible que ellos también estén ansiosos y aún adaptándose al cambio de vida. De repente ya no pueden salir, tienen que ver a sus maestros a través de una pantalla y asociar el hogar como el nuevo ambiente de estudio.
¿Qué aprenderán nuestros hijos en este tiempo de confinamiento o cuarentena? Esto puede ser algo que nos preocupe pero, en momentos como estos, vale la pena recordar el verdadero significado de la educación: ayudar a crecer. Y esto es algo que se hace desde adentro.
Hoy tenemos la oportunidad de relacionarnos con la gente desde el corazón y con un conocimiento que nos impulsa a comprometernos. El corazón es la sede de los sentimientos profundos que se conectan con la realidad de las cosas a través del intelecto.
Por eso, para una verdadera pedagogía intelectual y moral hace falta algo más que contenidos. Ser capaces de llegar al corazón de nuestros niños es lo que puede dejar una huella en sus vidas y aprender mucho aunque no estén recibiendo el currículo escolar completo.
Cuando estamos más preocupados por introducir verdades a la fuerza, la verdad es que no estamos educando. En cambio, si buscamos mover las fuerzas interiores del alma en el conocimiento de la verdad, podemos tocar su sensibilidad en los valores y su capacidad para decidir con responsabilidad y libertad.
Más que instrucción o comunicación, se trata de lograr despertar la inteligencia mostrando la verdad que la atrae. Y lo que atrae queda grabado.
En medio de la situación que nos toca vivir, contamos con posibilidades concretas para tocar el corazón humano que responde y se siente atraído hacia lo bueno y se compromete.
Cuando les hablamos desde el corazón no solo estamos “cumpliendo” con nuestra tarea de educadores, sino entregando lo que sabemos y nuestra experiencia de vida. Y ahora que podemos pasar más tiempo juntos en casa, es bueno poder ejercer ese rol con ellos.
Si sentimos como una misión propia ayudarlos a crecer, sabremos que esto significa tener que romper los esquemas o el horario varias veces. Dejar de lado las tareas y dedicar tiempo para los juegos, leer un libro o simplemente estar juntos puede ser lo más acertado.
Tenemos que recordar que esto es algo que todas las familias estamos pasando y si hay algo que no hayan hecho durante este tiempo, podrán ponerse al día más adelante. Lo más importante es su bienestar emocional y la manera en que son valorados. Intentemos que puedan sacar lo mejor de ellos mismos y recibir una enseñanza que recuerden para siempre.